Llevamos varios años publicando artículos sobre educación y estamos ya resignados a que, sea cual sea el asunto sobre el que reflexionemos, algunos lectores planteen la misma cuestión: “Que sí, que sí, que eso está muy bien; pero: ¿es que los profesores no hacéis nada mal?”
No importa que hablemos de las leyes educativas, de la labor de los inspectores, de la educación que los alumnos reciben en casa, de las reválidas, de la vieja nueva pedagogía… Para ciertos lectores, todo eso parece carecer de importancia. Se diría que la única cuestión a dirimir en el mundo de la enseñanza es si los profesores hacemos bien o no nuestro trabajo.
Esta insistencia nos parece tanto más sorprendente cuanto que Piensa es, probablemente, el sindicato más crítico con los propios docentes. Algo -dicho sea de paso- que nos ha granjeado algunas enemistades dentro del gremio.
Así que, en un ejercicio de honestidad -que esperemos sea del gusto de esos monotemáticos lectores-, realizamos un nuevo ejercicio de la reclamada “autocrítica”.
Empecemos por una aclaración elemental. Entre los docentes, como entre los médicos o los policías, hay excelentes y pésimos profesionales. Unos y otros son minoría. Quizá los pésimos abunden aún menos. A fin de cuentas, todos han pasado por un proceso selectivo y la mera supervivencia en su puesto de trabajo exige el cumplimiento de unos estándares mínimos. La inmensa mayoría pertenecemos a esa clase media, entre los excelentes y los pésimos: profesionales que cumplimos nuestras funciones con mayor o menor brillantez, pero con solvencia.
Perfilemos aún más. ¿Cuáles son los defectos típicos del docente medio que sería imperativo cambiar? En nuestra opinión, y sin ánimo de exahustividad, los siguientes:
1) La tendencia a bajar el nivel de exigencia de sus asignaturas, con objeto de aprobar al mayor número posible de alumnos y contribuir a la mejora de las estadísticas.
2) La práctica de cambiar las calificaciones en las sesiones de evaluación. Por supuesto, hablamos de aprobar a alumnos que están suspensos (nunca sucede a la inversa), bien por presión del equipo educativo, bien por “no quedarse solo” cuando los demás compañeros han aprobado al alumno.
Respecto a estos dos primeros puntos, muchos padres tienen la convicción grabada a fuego de que los profesores cometemos “injusticias con las notas”. Y nosotros les damos completamente la razón: cada curso, se cometen innumerables injusticias: y es que los profesores ¡aprobamos a innumerables alumnos que no han alcanzado los objetivos fundamentales de las asignaturas!
¿Por qué sucede esto? Porque es una práctica que tiene poderosos incentivos. El profesor que suspende debe trabajar más, rellenar más informes, “enfrentarse” con más padres, alumnos, compañeros de trabajo e incluso inspectores que quien aprueba. Además, cuando un profesor suspende está expuesto a recibir reclamaciones, cuya respuesta formal es engorrosísima (tanto para el profesor como para la directiva, su departamento y el resto del equipo educativo).
Por otra parte, el trabajo del profesor que mucho aprueba jamás es cuestionado: no solo hay presunción de que sus calificaciones son “justas”, sino que es automáticamente considerado un profesional magnífico y ejemplo de buenas prácticas docentes. Mientras que quien suspende es fiscalizado milimétricamente y considerado un pésimo profesional.
Dicho todo lo anterior: ¿cuál cree que es la tentación del docente: suspender o aprobar más de la cuenta?
Por supuesto, bastaría con que la evaluación fuera externa para evitar esta instrumentalización de la evaluación (favorecida por las administraciones). Pero adivinen cuál es la opinión de la mayoría de los docentes, directivos e inspectores acerca de la implantación estas pruebas externas objetivas.
3) Otra crítica que se puede realizar a muchos docentes es su escasa disposición a seguir formándose, una vez obtenida la plaza. Es cierto que, salvo las horas de formación que nos exigen para cobrar los sexenios, los docentes no tenemos la obligación legal de seguir formándonos. Nosotros consideramos, sin embargo, que hay una obligación profesional de aumentar progresivamente nuestros conocimientos. Ahora bien: no hablamos de la formación que proponen los neovetero pedagogos, sino de ampliar los conocimientos (técnicos y didácticos) en nuestra disciplina (u otras relacionadas). Ni que decir tiene que esa formación que proponemos habría de ser impartida por expertos de reconocido prestigio en una disciplina académica y con amplísima experiencia docente.
4) Por último, pero no menos importante, los docentes deberíamos ser más críticos, comprometidos y valientes. Críticos con los profesores cuyas calificaciones no se corresponden con el aprendizaje real de sus alumnos, con las familias que eluden su responsabilidad, con las directivas arbitrarias y cortijeras, con los inspectores que intentan forzar la “mejora de las estadísticas”, etc. Comprometidos con el aprendizaje real (triple subrayado) de sus alumnos, con la excelencia en la labor docente y con la defensa de una enseñanza pública de calidad. Y, por último, valientes para denunciar públicamente las prácticas aquí señaladas y no condescender a ellas por miedo, interés o comodidad.
Todas estas autocríticas que planteamos en [Piensa] responden a cuestiones concretas y objetivas. Por el contrario, la mayoría de las críticas que se escuchan contra los docentes son puramente subjetivas. Que no “motivan”, que “carecen de vocación”, que “desprecian a sus alumnos” y un largo etcétera. Acusaciones que no sólo son psicologistas e indemostrables, sino que el profesor no puede defenderse de ellas. ¿Cómo demuestra uno que no desprecia a sus alumnos o que tiene (asumiendo que sea exigible tenerla) vocación? No se trata de críticas profesionales, que pueden ser evaluadas objetivamente, sino críticas personales y premeditadamente inapelables. Pues cuanto menos apelable es una crítica, más fácil es instrumentalizarla y aplicar una sanción arbitraria.
En suma: por supuesto que en la docencia hay malas prácticas muy extendidas; pero justamente en la dirección contraria a las que se suelen plantear desde el ámbito familiar, pedagógico y político. Y es que los remedios típicos que proponen familias, pedagogos, inspectores y políticos son notoriamente más dañinos que la enfermedad.